La desidia es la negligencia, la falta de cuidado, la indiferencia ante lo que ocurre a nuestro alrededor. Y es precisamente eso lo que se observa cada año en el llamado “último primer día” (UPD), una tradición absurda y peligrosa que, lejos de ser una celebración inofensiva, se ha convertido en una muestra contundente de la irresponsabilidad de padres y directivos de instituciones educativas.
Los hechos son innegables y se repiten cada año: adolescentes completamente borrachos ingresando a los colegios, en estados deplorables que van desde la desorientación hasta el coma etílico. En Entre Ríos, un joven perdió un brazo al encender un mortero en plena “fiesta” del UPD. En otras provincias, decenas de chicos han sido hospitalizados por intoxicaciones con alcohol y drogas, mientras que las redes sociales se llenan de imágenes de menores tambaleándose, desmayados o incluso protagonizando peleas violentas.
Lo peor de todo es que esto no es nuevo ni sorpresivo. Sabemos perfectamente que esto ocurre cada año, y sin embargo, las respuestas de los adultos responsables son cada vez más insólitas. ¿Un desayuno para recibir a los chicos borrachos? ¿Mandarlos de vuelta a sus casas en vez de erradicar esta práctica? Son medidas tibias y cómplices que reflejan la desidia de los propios padres y directivos, quienes prefieren mirar para otro lado en lugar de enfrentar el problema de una vez por todas.
Este ritual absurdo no se “impuso”, sino que fue permitido y promovido por los propios adultos, que, en lugar de frenarlo a tiempo, decidieron adaptarse a él como si fuera inevitable. Y así, en las sombras, se consolidó una costumbre que pone en riesgo la vida de los propios estudiantes. ¿Qué mensaje estamos dando cuando permitimos que la primera experiencia del último año de escuela sea una jornada de inconsciencia, excesos y descontrol?
Lo que empieza mal no puede terminar bien. Es momento de que padres y directivos se unan, pero no en la desidia, sino en la decisión firme de eliminar el UPD de una vez por todas. Prohibirlo no es reprimir, es proteger. Frenarlo no es exagerar, es cuidar. La responsabilidad no es de los adolescentes, es de los adultos que han decidido abdicar su rol de guías y contenedores. La escuela no es un espectador, ni los padres meros facilitadores del desastre. El cambio empieza por asumir lo obvio: esta “tradición” no tiene nada de celebración y debe terminar ahora.
IG adriandallastaok
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