Esta semana, la barbarie nos dio una bofetada en el rostro con el asesinato de Kim, una niña inocente de siete años que fue arrastrada salvajemente por dos menores de edad en su intento por robar un auto. Un crimen atroz que nos enfrenta con una realidad insoportable: la vida ha dejado de ser un valor sagrado. Nos preguntamos, con un nudo en la garganta, ¿en qué clase de sociedad nos estamos convirtiendo?!
Mientras la familia de la víctima pide paz, justicia para los culpables de este atroz suceso y clama para que esto no vuelva a ocurrir, el padre de uno de los asesinos confiesa su agotamiento, su impotencia frente a un hijo devorado por las drogas, arrastrado hasta el peor de los destinos, declara “mi hijo es una mierda de persona”. Y entre tanto dolor, los políticos hacen lo que mejor saben hacer: discutir en redes sociales, echarse la culpa unos a otros, diluir la responsabilidad en límites geográficos, como si la seguridad fuera un problema de fronteras y no de una sociedad entera que se desangra.
Nos quieren hacer creer que la inseguridad es solo una cuestión policial, que se soluciona con más patrulleros y cámaras. Pero seguimos negándonos a ver lo evidente: la raíz de la violencia está en la descomposición de los vínculos familiares, en la ausencia de educación, en la indiferencia de un sistema que expulsa a los jóvenes a la calle y a la marginalidad.
El crimen de Kim no es solo el resultado de un robo malogrado. Es el síntoma de un profundo fracaso social. Cuando un adolescente de 14 años y otro de 17, es capaz de matar sin remordimientos, no sólo ellos han fracasado; hemos fracasado todos. Padres que no han sabido, no han podido o no han querido poner límites. Escuelas que no logran rescatar a tiempo, carentes de recursos y de proyectos a largo plazo que eleven la educación, y la pongan en el lugar que merece. Políticos que legislan desde la comodidad de sus oficinas sin ensuciarse los zapatos con la realidad. Ausencia vergonzosa de políticas de prevención y presupuestos adecuados para trabajar de manera eficiente en la erradicación de las drogas. Hoy como padre y como argentino siento una profunda vergüenza.
Y entonces, mientras las familias lloran, mientras los barrios enteros se estremecen, mientras Kim ya no está, seguimos viendo cómo se intenta separar lo que es indivisible: seguridad, educación y prevención. ¡Basta de discursos vacíos! Sin familias presentes, sin una educación firme y contenedora, sin valores inculcados desde la infancia, no hay ley ni policía que nos salve del abismo al que estamos cayendo.
Kim no debería haber muerto. Y, sin embargo, aquí estamos, lamentándonos otra vez, contando otra víctima más. La pregunta que debería quitarnos el sueño es: ¿qué vamos a hacer para que esto no vuelva a suceder? Porque la seguridad no es un eslogan de campaña, ni un problema que pueda aplazarse. Es el derecho básico a vivir sin miedo. Y hoy, ese derecho, también ha sido arrastrado por rotundo fracaso en las prioridades de los últimos 20 años y la violencia que parece no tener fin.
IG adriandallastaok
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