En un mundo que parece estar lleno de riesgos, amenazas y sobresaltos, proteger a los hijos se vuelve una reacción natural. Pero en el intento de cuidar, muchos padres están, sin quererlo, criándolos más frágiles que resilientes. La sobreprotección, lejos de ser una garantía de bienestar, se está transformando en uno de los grandes obstáculos para el desarrollo emocional saludable de las nuevas generaciones.
Un mundo percibido como peligroso
Vivimos en una época donde las noticias de peligros —reales o potenciales— están al alcance de un clic. Accidentes, delitos, enfermedades, bullying: todo circula en tiempo real y multiplica la sensación de vulnerabilidad. Esta hiperconexión a lo negativo crea en los adultos un estado de alerta casi permanente, que fácilmente se traduce en un estilo de crianza basado en la prevención extrema y el control.
Padres que evitan que sus hijos se frustren, que intervienen ante el menor conflicto escolar, que resuelven problemas antes de que el niño siquiera los intente enfrentar, o que administran su agenda para eliminar cualquier posible “mal rato”. En nombre del amor, terminan quitándoles la oportunidad de aprender a lidiar con la frustración, la espera, la incomodidad o el fracaso.
¿Qué es la resiliencia y por qué importa?
La resiliencia es la capacidad de una persona para adaptarse positivamente a situaciones adversas, para aprender de las dificultades y salir fortalecido. No se hereda: se construye. Y se construye enfrentando desafíos reales, no siendo protegido de ellos.
Las investigaciones en psicología del desarrollo muestran que niños que han atravesado pequeñas dificultades, con apoyo pero no sobreprotección, tienden a desarrollar una mayor tolerancia a la frustración, mejor autoestima y habilidades de afrontamiento a largo plazo. Por el contrario, aquellos que crecieron sin enfrentar límites o caídas, suelen mostrar ansiedad elevada, baja tolerancia a la frustración y dependencia emocional.
Como señala la psicóloga Angela Duckworth, experta en perseverancia y carácter, “el éxito a largo plazo depende más de la capacidad de persistir frente a las dificultades que del talento o la inteligencia natural”.
Sobreprotección: cuando el amor se vuelve trampa
Muchos padres actuales crecieron en contextos donde se valoraba la autonomía. Salir a jugar a la calle, resolver pequeños conflictos entre pares, asumir responsabilidades en el hogar desde edades tempranas, eran experiencias cotidianas. Hoy, en cambio, prevalece un modelo de hipervigilancia: acompañar al niño a todas partes, intervenir en cada roce social, hacer las tareas por ellos, llamar a la maestra ante cualquier disgusto escolar.
Este cambio cultural no es gratuito. La falta de exposición progresiva a desafíos hace que los chicos no aprendan a confiar en sus propios recursos. Cuando finalmente se enfrentan a dificultades reales —un examen difícil, una discusión con un amigo, una entrevista laboral—, sienten que no tienen herramientas internas para afrontarlas.
Enviar al mundo a un hijo sin herramientas emocionales suficientes, es una verdadera estafa emocional.
La cultura de la inmediatez y el miedo al sufrimiento
Otro factor que alimenta la sobreprotección es la cultura de la inmediatez: queremos que nuestros hijos sean felices ahora, siempre, y de manera continua. El dolor, la espera, el esfuerzo prolongado parecen inaceptables. Sin embargo, educar para la resiliencia implica, paradójicamente, permitir cierto nivel de malestar. No un sufrimiento desmedido, claro está, sino ese tipo de frustración que enseña a postergar gratificaciones, a buscar soluciones, a sobreponerse.
“El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”, dice un antiguo proverbio. Y en la crianza, esta frase cobra todo su sentido: los padres no podemos —ni debemos— evitar todos los dolores de la vida a nuestros hijos. Podemos acompañarlos, sostenerlos, ayudarles a entenderlos y atravesarlos, pero no impedirles el tránsito por esas experiencias que los harán más fuertes.
¿Cómo criar hijos resilientes?
Algunas claves para una crianza que fortalezca en lugar de debilitar:
Permitir la frustración: No intervenir inmediatamente ante cada queja. Dejar que el niño intente resolver por sí mismo, brindando apoyo si lo solicita, pero no solucionando todo por él.
Fomentar la autonomía: Dar responsabilidades acordes a la edad y dejar que las cumplan a su manera, aunque el resultado no sea perfecto.
Validar el esfuerzo, no solo el resultado: Elogiar la perseverancia, la creatividad y la capacidad de enfrentar problemas, más que los logros puntuales.
Modelar la resiliencia: Los hijos aprenden observando. Mostrar cómo manejamos nosotros mismos las dificultades, cómo nos caemos y nos levantamos, es una enseñanza poderosa.
Crear un entorno seguro emocionalmente: Seguridad no significa ausencia de problemas, sino presencia de vínculos que sostienen, contienen y dan confianza para arriesgarse.
Un acto de verdadero amor
Educar para la resiliencia es un acto de amor a largo plazo. Es reconocer que nuestros hijos no necesitarán padres que les resuelvan todo, sino la confianza interior que se forja atravesando dificultades reales. Es resistir la tentación de facilitarles el camino, para enseñarles, en cambio, a caminar con firmeza incluso en terrenos pedregosos.
La vida pondrá a prueba muchas veces todo lo que como padres sembramos, por eso no se trata de blindarlos del mundo, sino de darles las herramientas para que puedan superar los desafíos y sobreponerse a las “derrotas”. Y nosotros, como padres, tenemos en nuestras manos la oportunidad de preparar a nuestros hijos para que enfrenten con coraje, sabiduría y esperanza lo que el camino pondrá en sus rumbos a cada paso.
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