Por el Lic. Adrián Dall’Asta
El otro día escuché un diálogo entre Mario Pergolini y Reynaldo Sietecase que me dejó muy impactado. No solo por la indiferencia con la que muchas personas abordan el contenido que circula en redes sociales, sino también por la tesis que plantearon: “La verdad ya no importa”.
Vivimos en una época donde cualquier afirmación puede validarse no por su veracidad, sino por el simple hecho de que esté presente de manera reiterada o porque alguien con influencia o una multitud lo respalda.
Pergolini y Sietecase discutían cómo la proliferación de contenidos en las plataformas digitales ha desdibujado los límites entre lo verdadero y lo falso. Lo que alguna vez fue un objetivo esencial del periodismo —la búsqueda de la verdad— ahora parece un ideal relegado frente al triunfo del impacto emocional, la viralidad y la inmediatez. El fenómeno no es nuevo, pero su escala y consecuencias, sí lo son. Nos enfrentamos a un panorama donde el ruido supera a los datos, y donde la repetición constante de una mentira puede terminar convenciéndonos de que es real.
¿Cómo llegamos aquí? Las redes sociales han democratizado la comunicación, lo cual es en principio positivo. Sin embargo, también han erosionado la autoridad de las fuentes tradicionales y confiables. Antes, la validación de una información pasaba por el filtro de periodistas, editores y expertos que evaluaban su calidad y veracidad. Hoy, cualquier persona con un teléfono y conexión a internet puede emitir una opinión o compartir una noticia sin ningún tipo de verificación. En este contexto, la verdad se ha vuelto una moneda de cambio menos valiosa que la capacidad de generar interacciones.
Lo más preocupante es que esta dinámica no solo afecta la información, sino también nuestras relaciones humanas y decisiones colectivas. Si la verdad deja de importar, entonces ¿qué es lo que ocupa su lugar? La respuesta parece ser la emoción: el contenido que genera indignación, alegría o miedo es el que predomina. El algoritmo no discrimina entre lo verdadero y lo falso; solo premia aquello que nos hace reaccionar.
Sietecase reflexionó sobre el impacto de esta indiferencia en la construcción de una sociedad más justa. “Si dejamos de valorar la verdad, también dejamos de valorar el debate informado y la posibilidad de alcanzar consensos significativos”, dijo. Pergolini, por su parte, planteó un enfoque pragmático: “Tal vez ya no se trate de buscar la verdad, sino de aprender a navegar en este mar de desinformación sin ahogarnos”. Pero ¿es esto suficiente?
La situación requiere que asumamos una responsabilidad colectiva. En primer lugar, como consumidores de información, debemos desarrollar una mirada crítica. Aprender a verificar fuentes, cuestionar titulares llamativos y diferenciar entre opinión y hecho, son habilidades esenciales en esta era. Además, es fundamental que las plataformas tecnológicas asuman su papel en la moderación del contenido. Si bien no es tarea fácil, deben encontrar el equilibrio entre la libertad de expresión y la promoción de contenidos responsables.
Por otra parte aparece una afirmación muy real y cruda de Mario Pergolini: “El público en la actualidad se informa, según su edad, de acuerdo al dispositivo”. En este sentido, ponía como ejemplo que cualquier chico de 14 años promedio afirma una pseudo noticia como una verdad absoluta, simplemente porque lo vio en internet, confirmando la tesis de lo altamente vulnerable que son los adolescentes actuales a recibir cualquier afirmación, y a creerla como una verdad, sin tener el menor criterio de confrontación o consolidación del contenido, Esto es ALTAMENTE PELIGROSO, PADRES Y EDUCADORES !!!!!!!!
Finalmente, el periodismo tiene un rol irrenunciable en este desafío. Los periodistas no pueden permitirse ser cómplices de la desinformación por la búsqueda de clics o ratings. Recuperar la confianza del público requiere un compromiso renovado con la verdad y la transparencia. Como dijo alguna vez Gabriel García Márquez, el periodismo es “el mejor oficio del mundo”, pero solo si se ejerce con responsabilidad y pasión por la verdad.
Entonces, si la verdad no importa, ¿qué nos queda? Nos queda la tarea titánica de recuperarla, de revalorizarla como el cimiento sobre el cual construir no solo nuestras opiniones, sino también nuestras comunidades y democracias. La verdad, aunque a veces incómoda o compleja, sigue siendo el faro que nos permite orientarnos en un mundo cada vez más confuso. Y por ello, no podemos darnos el lujo de abandonarla.
IG adriandallastaok