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Cuando prohibir puede ser mucho más que una buena idea

¿Es hora de cuestionarnos si la tecnología, especialmente los teléfonos celulares y las redes sociales, deberían ser accesibles para los menores?

Australia ha dado un paso contundente al proponer restricciones para redes sociales a menores de 16 años. Más allá de un debate político, este movimiento plantea una reflexión urgente para las familias y la sociedad en general.

El gobierno australiano argumenta que las redes sociales están dañando a los jóvenes al promover adicciones, afectar su salud mental y exponerlos a contenidos dañinos. La propuesta se enfoca en obligar a las plataformas a verificar la edad de los usuarios, penalizándolas con multas millonarias si no cumplen con estas medidas. Lo interesante es que no se responsabiliza a los padres ni a los menores, sino directamente a las empresas tecnológicas. Según la ministra de Comunicaciones, Michelle Rowland, el objetivo es proteger a los niños, no castigarlos ni aislarlos.

La palabra “prohibir” a menudo evoca sentimientos encontrados. Algunos la perciben como un límite necesario; otros, como una intrusión a la libertad. Pero cuando se trata de proteger a los más vulnerables —los niños—, ¿no deberíamos verla como una herramienta para cuidar su desarrollo, su salud mental y su bienestar emocional?

En el contexto actual, la proliferación de los teléfonos celulares entre los menores de edad es una realidad innegable. Según datos recientes, un gran porcentaje de niños menores de 12 años ya poseen un dispositivo propio. Lo que empezó como un recurso práctico para mantenerlos comunicados ha evolucionado en un fenómeno que ha transformado, para bien y para mal, las dinámicas familiares y sociales.

Pero aquí surge una pregunta incómoda: ¿están preparados los niños para gestionar esta tecnología? La evidencia indica que no. El acceso irrestricto a internet, las redes sociales y los videojuegos ha expuesto a los menores a contenidos inapropiados, riesgos de adicción, ciberacoso, e incluso a problemas de salud mental, como ansiedad y depresión. Entonces, ¿por qué no nos atrevemos a prohibir el uso de celulares antes de los 12 años?

Para los padres, surge una pregunta inevitable: ¿estamos estableciendo límites saludables para nuestros hijos? Prohibir no es castigar, sino proteger. Así como evitamos que un niño pequeño juegue en una calle transitada, ¿por qué no regular el acceso a un entorno digital diseñado para captar la atención a cualquier costo?

Países como España y regiones como Nueva York también están implementando medidas para limitar la exposición de los menores a estos entornos. Es evidente que no se trata de prohibiciones arbitrarias, sino de reconocer que la tecnología debe estar al servicio de las personas, no al revés. Prohibir, en este caso, puede ser mucho más que una buena idea; puede ser un acto de amor y responsabilidad hacia las generaciones futuras.

La discusión no puede quedarse en el ámbito legislativo o corporativo. Los padres, las escuelas y las comunidades tienen el poder de cuestionar la normalización de la hiperconexión en la infancia. Mientras debatimos soluciones ideales, cada día de inacción deja a los niños más vulnerables.

No se trata de demonizar a la tecnología. En un mundo conectado, los celulares pueden ser una herramienta maravillosa si se utiliza adecuadamente. Pero en manos de niños sin la madurez suficiente, se convierte en un arma de doble filo.

Como sociedad, debemos reflexionar: ¿qué estamos priorizando? ¿El confort inmediato o el bienestar a largo plazo de nuestros hijos? A veces, prohibir puede ser el primer paso para recuperar lo que realmente importa.

Es momento de actuar.

 

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IG adriandallastaok

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